Una vida corriente

Soy un mentecato. Soy un Quijote.

Me lanzo sin pensar en las consecuencias. Las más de las veces, cuando se trata de instrucciones de uso. Así, por ejemplo, cuando acabo de montar un mueble de Ikea y miro alrededor siempre sobra algún tornillo o similar.Error.

De este modo, cuando los de la Fundación Camilo José Cela publicaron las bases del concurso de microrrelatos de este año, celebrando los 30 años de la concesión del nacional de narrativa al autor por “Mazurca para dos muertos”, ni me paré a leer con detenimiento: vi 1250 y allá fui, obnubilado, como si hubiese visto gigantes donde sólo había molinos de viento.
Los relatos tenían que comenzar con las primeras frases de la novela:
«Llueve mansamente y sin parar, llueve sin ganas pero con una infinita paciencia, como toda la vida,…”.
Ni corto ni perezoso me puse a cavilar en esas tardes de parque con Irene, en esos recorridos en coche de una punta a otra de nuestra tierra y, después de perfilar el asunto, transcribí al papel el fruto de tales cavilaciones.

Cuando fui a colgar el relato en la web del concurso se desató el drama: por alguna extraña razón no me permitía subir la mayoría del texto. Harto de intentarlo volví a leer, esta vez con más detenimiento, las instrucciones del concurso.
Horror: donde yo había dado por supuesto, por estar bajo los encantamientos de algún poderoso mago, que se leería PALABRAS, después de la cifra 1250, la realidad inamovible me restregaba delante de la mirada que allí ponía CARACTERES.
Conclusión: me había pasado tres pueblos en el tamaño límite del texto.
Solución: escribir otro microrrelato para el concurso, que es el que podéis votar a partir de hoy AQUÍ.
De todas formas, para que no caiga en saco roto el trabajo realizado, os adjunto el original que había pensado presentar al concurso antes de que la realidad me pusiese en mi lugar.
Espero que lo disfrutéis y os agradezco de antemano vuestro apoyo en las votaciones del concurso.
Un fuerte abrazo.

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Una vida corriente

Llueve mansamente y sin parar, llueve sin ganas pero con una infinita paciencia, como toda la vida.
Llueve, y hace un suspiro, no era yo más que un borboteo que se despeñaba desde un pedregal colgado del cielo. Apenas unos hilillos que consiguieron trenzarse y, gateando, a trompicones, iniciaron entre las rocas un camino de vértigo. Impetuoso, vital, ajeno al temor, me adornaba en saltos al vacío sin posible retorno, estrellando mis enojos contra las rocas hasta desgastarlas, hasta domeñarlas, para abrirme paso, brioso, inconsciente, a mordiscos y arañazos, tallando con mi ímprobo esfuerzo un hogar por el que vagar: un cauce.
Me despedí, sin caer en la cuenta, de las hoces que había esculpido a mi paso, y se volvió entonces mi devenir medroso, pausado, como temeroso de lo que me fuese a deparar el siguiente pestañeo, algo fatigado de tanto salto y tanta pirueta, deseando simplemente fluir.
Fui entonces una vaga inquietud, un rumor sordo entre la espesura del bosque, la sombra de una insinuación sigilosa, un sinuoso tren de silencio cincelando meandros en los que reposar su curso, tratando, al doblar el trazo, de engañar al destino que aguardaba paciente.
Vinieron, como por encanto, a mí mis criaturas. Deslizándose por ambas vertientes, desde el norte y desde el sur, desde el frío y el calor, se arrojaron sin un atisbo de duda en mi seno y yo las acogí consciente, de que una vez sellado nuestro abrazo, seríamos uno solo en nuestro destino.
Acariciaron después mis brazos el contorno de ciudades levantadas por el hombre, junto al galope de mi corriente. Se demoraron mis mejillas en acariciar las murallas perladas de torreones y almenas. En distraerme, al pasar bajo los puentes que aquellos construían para sortearme, a descansar los ojos mirando el tráfico que iba poblando las orillas que me ciñen.
Hubo entonces un tiempo para los paraguas y para los besos furtivos, y un tiempo para las calesas y para los abanicos, y hubo un tiempo para las bicicletas y para los rubores.
Y hubo, también, un tiempo en el que la ponzoña tiñó mi caudal de un ribete color burdeos, que fue agrandando su grosor para convertirme en un tajo rojo, inmenso, en el que las almas de los desafortunados se tornaron incómodo pasaje en mi caudal.
Pobres diablos lanzados a mi curso, aderezando las sempiternas algas que me son propias, ora inertes, ora atados de manos y pies, que no profirieron ni una sola voz al ser empujados, bien por atenazarlos el miedo, bien por no dar ese gusto a sus verdugos. Traté, en vano, de salvarlos, de expulsarlos, me arremoliné hasta desencajar los guijarros de mi lecho, me retorcí hasta la extenuación por no ser cómplice. Fracasé. Me transformé en un inmenso archivo del dolor.
Zaherido vagué sin rumbo, tan avergonzado de haber sido cómplice involuntario de tales abominaciones, que no pudiendo soportar ni el aire que antaño alegraba mi itinerario, opté por esconderme y me conduje bajo tierra por no servir, acaso en nuevas masacres, de húmeda mortaja inevitable.
Viví, en esa mi nueva oscuridad, una existencia furtiva de las miradas de los otros. No sació mi savia la sed de árboles y animales, como antaño sucediera. No hubo quién me interrogase, quien intentase descifrar mis arcanos inconfesables. Como un eremita viví mi soledad intentando purgar el horror que me atormentaba.
Un domingo cualquiera, mi tránsito subterráneo toco a su fin. Hastiado de mi soledad emergí de nuevo a la superficie para saborear aquello que no había podido olvidar. Volví a ser vida para los campos y rumor conversando con el viento.
Ya para entonces mi lecho se había engrosado como el tendón que, por ayudar en su trabajo al músculo, paga su esfuerzo. Ralenticé mi paso, me demoré intentando atisbar qué me deparaba la línea del horizonte. Pero no pude distinguir nada. Ya la espuma nublaba mi mirada. Me dejé ir, sin presentar batalla, mientras unos labios de sal me besaban su frío en los párpados.

Tránsito

Para Marta: soy cuando tus ojos me reflejan…

Hace tiempo que vago por Presbicia. Mucho tiempo.

Comenzó mi andadura en llanos de ojos entornados, intentando atrapar perfiles cuya nitidez, otrora fiel, comenzaba lentamente a emborronarse, como esos mares en días de plomo, en los que no es posible establecer la línea del horizonte.

Un paseo que no acaba.

Un crescendo lentísimo, una letanía, una sinfonía de las lamentaciones, al modo de Gorecki, un pisar sobre un fango, firme al principio, que se deshace más adelante bajo los pies, haciendo de cada paso un trabajo hercúleo: eso es ahora enfocar.

Yo, que antes adoraba el efecto Tuymans de las obras de Vari Caramés, dejé de apreciarlo en cuanto me mudé a vivir en él.

Hoy busco contornos, hasta desfallecer, en esos terrenos de lo incierto que antes disfrutaba.

De cada estela que va tajando un avión en el cielo, nace para mí un castillo de nubes. Allí me demoro.

Vivo en la cola del cometa. Vivo en el vapor de agua.

Apreció, en lo que vale, la exacta precisión de tus caricias.

Extramundi

En el mundo al que arribé la mitad de los varones se llamaban Caín. El primogénito de mis padres también.
Él me enseñó a hacerme la lazada en el calzado, a conseguir alimento de las entrañas de la tierra, a amar la primera luz del sol, a guiarme en la oscuridad leyendo las estrellas.
¿De qué modo se lo agradecí?: Siendo el bendecido.
Nací en mi hermano la sed de sangre.
De mi sangre.

Huí.

Hoy que todo esto es tan lejano, tanto que apenas se tiene la certeza de que alguna vez se haya vivido, paseo mi carga por la arena de Phuket.
Ensimismado, cabizbajo, con las manos agarradas tras la espalda como es mi costumbre, pienso en Elsa, y en los niños, y en todo lo que nos queda por vivir.
Ajeno a los gritos de los turistas que, mientras filman mi paseo en sus videocámaras, tratan de advertirme del peligro que acecha.

Entonces, el agua llega. El agua que no cesa.

Cuando el mar se retira, la intangible ausencia de lo que fui, apenas acaricia la arena mojada…

Escupido

Esta, mi patética imagen devuelta por el azogue, fondón, ajado, apenas cubiertas las partes por unos andrajos de algodón ennegrecido, el carcaj vacío apoyado en la cintura, el arco cansado al borde de la temblorosa mano, la nieve cubriendo ya hace tiempo mis ojos, la planicie de mi cráneo mal disimulada por una vieja peluca rescatada de la basura, asomando mis alas desplumadas…

Este, que más que apuntar, ejecuta. Que confunde los perros con los hombres, las mujeres con los caballos, las sotanas con los pañales…

¡Cuánto tiempo ha pasado desde que me arrancaron de la cadena de montaje! Un ascenso, dijeron. Conocerás mundo, dijeron. Un bonito uniforme, dijeron. Y yo acepté con los bríos de la juventud espoleando y la ceguera de la inexperiencia afirmando mi respuesta.

Nada me dijeron del frío de la fecha. De los rigores del invierno. De vivir en constante tiritona. De caer una y otra vez en las fauces de la pulmonía. Nada me dijeron de la soledad perpetua del célibe arquero cuyas saetas son deseadas por todos, pero que nunca recibirá la herida…

Y hoy condenado, agotado por el esfuerzo, con disnea y pitando como los pulmones de un crío asmático, anhelando un inhalador que sé que nunca disfrutaré, me quedo atónito, rendido, enfrentándome al espejo, perdiendo la partida y, a pesar de ello, levantando la bandera que tanto tiempo he defendido, consigo en un último intento, extenuado por el esfuerzo, gritar el lema que me obliga: ¡Que viva el amor!…

…¡pero que viva lejos, coño!

Peluche

Para Pet

 

Federico, el oso de peluche que los Reyes de Oriente han tenido a bien dejar en casa para Irene, se pasa el día entero haciendo el espagat por los sillones de casa, con los brazos desparramados de cualquier modo y una perenne sonrisa en la boca, como de tontaina o de alelado.

Irene se abraza a él como si le fuese en ello la vida y le da quieros y achuchones que lo dejarían sin respiración si no fuese porque Fede es de trapo y no tiene pulmones. Tampoco come, aunque eso no le impide estar ciertamente fondón. Curiosidades del mundo animal inanimado.

Cada muñeco que entra en casa tiene un nombre. Algunos lo traían ya de fábrica. A otros, en cambio, los hemos bautizado una vez se han hecho inquilinos del bajo cubierta. Así, tenemos a Cocodrilo y a pequeño cocodrilo, a Gerardo, a Federico, a Pooki, a Soso, etc.

Irene los maltrata, sin mala intención, y ellos se dejan, y caen, suben, vuelan, aterrizan, son pisados, zapateados, estrujados, estirados, magreados y, al final, olvidados.

Cada vez que alguien del gobierno abre la boca para explicarme el porqué de la necesidad de aumentar la carga impositiva, cada vez que miro el precio que pago por litro de carburante cuando paro a repostar, cuando miro el incremento del Euribor y sé que me va a subir la hipoteca, cada vez que me dicen que tengo que apretarme un cinturón al que no le caben más agujeros, cuando además cuestionan mi derecho a protestar, cada vez que me ahoga la sensación de que el aire se ha vuelto tan denso que me es imposible respirar, en cada ocasión que subo, bajo, vuelo, aterrizo, soy pisado, zapateado, estrujado, estirado, magreado y, al final ninguneado, intento pensar que todo esto sucede sin mala intención, y aunque esto no me reconforta, trago y comprendo que en realidad no disto mucho de ser uno de los peluches que viven en el bajo cubierta y, por lo menos hasta ahora, me consuela el hecho constatable de que sigo recordando mi nombre: Federico.

 

Inercia

Tembló Regina. Casi al borde de la lágrima. Se fue esfumando aquella máscara de impasibilidad que había sostenido todos esos años, pero no dijo ni mú, y nosotros callados como perros.

Alejandro había insistido un montón. No todos los días se cumplen dieciocho. Con lo bien que hubiese estado una cenita romántica. Pero él se envalentonó, empujado por la obligación de hacerse el gallito delante de la cuadrilla.

Ahora, sucumbiendo tras los arneses, al otro lado de la barandilla, asomada al vacío, no había lugar para el arrepentimiento, y menos, delante de aquella pandilla de buitres que esperaban con anhelo cualquier atisbo de miedo para hacerla el centro del festín.

El monitor la animó. Ya todos habíamos saltado. Hubo temblor, excitación, gritos histéricos y, después de cada salto, carcajadas exageradas. El vértigo absoluto del subidón de adrenalina. Regina miró a Alejandro, las manos sudando sobre el metal, cogió aire.

El golpe sordo y el cuerpo inerte nos dibujaron tristísimas sonrisas de estupefacción.

Caries

-Tranquila pequeña, no te va a doler.

Las rodillas de la niña se tocan con ansiedad. Hay un temblor de labios y una mirada permanentemente anclada al suelo. Hay un malestar en la respiración. Una atmósfera cargada. El aroma dulzón del abuso del perfume. La vejez de la tapicería del sillón. La inevitable pila de revistas en la mesa del rincón.

Se abre la puerta. Se pronuncia el nombre de la chiquilla, completo, con apellidos.

Es la hora.

La madre la encamina hacia la puerta entornada de otro cuarto. Los ojos recorren el parqué y las alfombras, apenas el quicio de la puerta. La reciben los zapatos del hombre. Aprieta la mano que la empuja. Se repite:

-Tranquila pequeña, no te va a doler.

Pero dolió, mamá.

Orto

(Del lat. ortus).
1. m. Salida o aparición del Sol o de otro astro por el horizonte.

Entre los dedos índice, medio y pulgar de la mano derecha, dulcemente cobijado, un isósceles de vértices redondeados: la púa.

La palma de la mano izquierda acariciando apenas el mástil de palo de rosa. El dedo medio apoyado en el tercer traste del bordón. El índice, un peldaño más abajo, se aposenta en el segundo de la quinta. Tres doncellas se liberan de la presión de los extremos. Y en la prima, el meñique, se demora en el tercero.

La mano derecha se alza y se deja caer: el rasgueo.

Una sola nota, todas las notas. Ya viene el sol…and i say it’s all right…

Narcolepsia

Algunas veces me duermo al volante. Me atrae el bordillo. Asalto la acera. Desperdigadas, en las revistas del quiosco destrozado, Belén Esteban y Letizia rozan sus caras. Por un instante me inunda la grima. Otro gato pierde una vida. El carrito de los helados sale volando, nacen cucuruchos en todas las miradas. En la mesa de esa terraza, una mujer lee su última línea. Me conduce a tiempo de trazar la curva que me abraza…